De la doctrina mariana a la escuela de María[1]
Yeshua Ben Sirá escribe estas palabras sobre la Sabiduría divina, unos doscientos años antes de Cristo, para indicar su carácter inabarcable. Dicha inmensidad no quiere decir inaccesibilidad, por el que proponemos ahora entrar un poco más en diálogo con su misterio. Para comenzar, aplicamos el versículo a Adán (primer hombre) y a Cristo (el último), que enlaza con su «indagar» para comprender y obrar el Plan del Padre en la tierra como en el cielo[2]. Luego, extrapolando sobre la trama del Edén y proyectando el objeto femenino de la frase sobre «la figura de la mujer» en el sabio designo de la Creación, llegamos por analogía a la pregunta sobre el misterioso lugar de María en todo esto[3]. Por esta línea, podríamos responder con lo que dice San Pablo de sí, pues, a Ella también le «fue concedida la gracia de anunciar la insondable riqueza de Cristo y traer a la luz el misterio escondido desde siglos en Dios, para que la multiforme sabiduría de Dios se manifieste» (Efesios 3,8-10).
A nuestro parecer, tal gracia—de su relación con Jesús—no se puede aplicar banalmente a un rol de maternidad fisiológica sino incluye cada dimensión de relacionalidad para con su Hijo y la Iglesia. Ese diálogo existencial que circula entre Cristo y María es fuente de vida espiritual y lugar vital del Espíritu en lo humano; y ciñe el espacio de una doctrina cuyo carácter mariano tiene la función de la autorrevelación de Dios en Cristo. Si Dios Padre ha querido asociarla tan fundamentalmente a la misión de su Hijo, consta que cuando Cristo la indaga, se cumple más plenamente la obra del Padre, así como también la Iglesia la sigue indagando para contemplar con mayor profundidad su doctrina y mejor vivir las verdades de la fe.
¿Pero cómo funciona esto? ¿Acaso Jesús tiene necesidad de algún intermediario con el Padre y con su Plan? ¿Podría el amor filial a la Madre traer una motivación especial al dinamismo de la reconciliación, tan estimado por Dios que sea incluso un deber para Jesús? Si no fuera así, ¿cómo explicar que la Iglesia encomendase todos a esta función de María? El papa S. Pablo VI explica:
«El conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la clave para la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia»[4].
Por su parte, Lumen Gentium 54 dice:
«Al exponer la doctrina sobre la Iglesia, en la que el divino Redentor obra la salvación, se propone explicar cuidadosamente tanto la función de la Santísima Virgen en el misterio del Verbo encarnado y del Cuerpo místico cuanto los deberes de los hombres redimidos para con la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, especialmente de los fieles».
Y si no se puede amar lo que no se conoce, habría que indagarla. Tal vez uno se ha preguntado cómo la Iglesia va desarrollando su doctrina sobre María si, en parte, esta no se encuentra explicitada en el texto bíblico. Tal vez conoces una persona que, con sospecha, ve en todo esto un procedimiento idolátrico o un devocionalismo craso por el que los teólogos alimentan ciertos excesos de piedad popular. ¿Es posible que una sobre-prevalencia de María distraiga de Cristo Salvador? Bien, los Padres conciliares piensan que «la misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder» (LG 60) e insisten que lo de María «ha de entenderse de tal manera que no reste ni añada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador» y que «también la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente» pero que, en fin, «La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador» (LG 62). De acuerdo con esta mirada, hay que subrayar el lugar especial que tiene la doctrina mariana para la vida cristiana.
A propósito, la Tradición no se equivoca al invocar María con los títulos, «espejo de justicia»[5] y «trono de sabiduría»[6], dejándonos intuir el modo especial con que Ella motiva su Hijo a comprender y cumplir más plenamente el designio divino. Al mirarla, Cristo ve reflejado el mismo designio del Padre en obra y, habiendo sido confiado a Ella por el Padre, sabe que lo más precioso se ha preparado y se conserva en su regazo. Así, Cristo, más que nadie, puede afirmar cuanto el misterio de María ciñe una «vasta e inagotable riqueza» para indagar; estrechamente ligada a la realización de la sabiduría y justicia divinas. Él la necesita para ser quien es y nosotros la necesitamos para ver quienes estamos llamados a ser en Cristo. Es decir, en María contemplamos no sólo la firme esperanza sino las primicias de la redención ya realizadas. Por esto, la doctrina sobre Ella relata cómo el dinamismo de la reconciliación ha de ilustrar y encarnar los efectos de la Palabra en la humanidad. Desde el inicio, Ella está involucrada directamente, aunque de manera misteriosa, en todo esto. Por ello, hasta hoy, la Iglesia, bajo la acción del Espíritu, sigue indagando a la Madre, para comprender y mejor vivir esa fe y santidad plenas, con las que nos conformamos a Cristo.
Acabamos de articular el alcance final de la doctrina mariana. Su correcta exposición debe siempre apuntar sobre tres elementos.
1) Primero, la pregunta por la vocación de María; i.e. su persona y misión en el designio divino.
2) Todo ello debe ser profundizado encuadrándose en la estrecha relación personal que Ella tiene con su Hijo; es decir, la finalidad del misterio de María sólo cobra valor en relación con su Hijo y toda doctrina sobre Ella ha de llevar más plenamente al Señor Jesús.
3) Surgiendo de este encuentro reconciliador, en fin, tales verdades recaen sobre nosotros; pues, si en Ella se reúne y se conserva la fe integral, María se vuelve punto de referencia—de triangulación—para orientar, comprender y vivir más plenamente el designio divino.
Dicho sea de paso, en la Asunta contemplamos ya nuestro propio llamado y destino divinos, puesto que Ella nos ha precedido con intrépida prontitud en el peregrinaje de la fe hacia la Patria feliz donde, con premura maternal, nos sigue motivando para alcanzar la plenitud y la alegría del Reino (Cf. Redemptoris Mater 6)[7]. Debida a la profunda conexión espiritual existente entre la Madre y el Hijo, compartir la mentalidad de María equivale compartir la mentalidad de Cristo—que, según S. Pablo, es: «un estímulo de amor, una comunión en el Espíritu, una entrañable misericordia». En esto, se contempla la alegría plena, «teniendo un mismo sentir, un mismo amor, un mismo ánimo, y procediendo como uno [en] los mismos sentimientos que Cristo» (Filipenses 2,1-5)[8].
Por lo tanto, buscar comprender a María, así como María busca comprender, no sólo recaba una mayor cercanía con Ella, sino nos encamina en su función dinámica, escuela de semejanza, que conforma con Cristo y prepara al anuncio de la Buena Nueva. Más bien, la fuerza de esta unión conformadora no es sólo una cuestión de mentalidad sino de maternidad. Es bajo esta clave que se encuentra «el motivo de la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo» que «se manifiesta de modo especial precisamente mediante esta entrega filial respecto a la Madre de Dios, iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota» (RM 45).
«Esta “nueva maternidad de María”, engendrada por la fe, es fruto del “nuevo” amor, que maduró en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo» (RM 23).
«Eso le permite educarnos y modelarnos con la misma diligencia, hasta que Cristo “sea formado” plenamente en nosotros (cf. Gal 4, 19)» (RVM, 15).
Estas verdades sobre la Virgen María delinean su función maternal y espiritual respecto al misterio del Verbo Encarnado y respecto al Cuerpo Místico, para el bien de la vida cristiana al motivar nuestra respuesta activa hacia Ella (LG 54). Tal doctrina posee un método propio que se traduce en espiritualidad, como observa S. Juan Pablo II en su catequesis:
«En efecto, el papel que el designio divino de salvación asigna a María requiere de los cristianos no sólo acogida y atención, sino también opciones concretas que traduzcan en la vida las actitudes evangélicas de Aquella que precede a la Iglesia en la fe y la santidad. Así, la Madre del Señor está destinada a ejercer una influencia especial en el modo de orar de los fieles». San Juan Pablo II
Asimismo, el esfuerzo para comprender y articular con mayor profundidad el misterio de Cristo refleja la actitud mariana por excelencia. Se trata de su propio modo de orar, como nos recuerda Lucas:
«María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19.51).
La doctrina de María nace de un diálogo, entre quienes buscan la voz del Padre. Símilmente, quien estudia su doctrina entra en esa escuela, buscando la voz del Padre que resuena en María mediante la contemplación de las obras del Señor Jesús. De tal manera, el mismo «estudiar María» nos abre al método, disponiéndonos a su «influencia especial» que articula y encarna la Palabra en nosotros, bajo la acción del Espíritu.
Tomando una página de nuestra espiritualidad, su papel se traduce en fe integral: esa fe en la mente con «acogida y atención» que da lugar a fe en el corazón y a fe en la acción por aquellas «opciones concretas» que llevan a tener las mismas «actitudes evangélicas»; las que vemos plasmadas en María—consonante con la voz de la Tradición que nos exhorta a la «imitación de sus virtudes». A su vértice, este dinamismo integral recorre a y desemboca en un «modo de orar» mariano que se encuentra bajo la «influencia especial» de su función dinámica. Para su aplicación mediante el rezo del rosario, ver: Rosarium Virginis Marie nn.13-15.
S. Juan Pablo II confirma que:
«[María] quiere actuar sobre todos los que se entregan a Ella como hijos. Y es sabido que cuanto más estos hijos perseveran en esta actitud y avanzan en la misma, tanto más María les acerca a la “inescrutable riqueza de Cristo” (Ef 3,8)» (RM 46)[9].
Con esto, nos alienta a concretizar la piedad filial en la vida cotidiana por la práctica del «affidamento»; lo que nosotros conocemos como acto de consagración a María[10]. De tal manera, la “ley” doctrinal de María conduce por la lex credendi a la lex orandi a la lex vivendi, cuyo gesto busca realizar la debida reintegración de aquella ruptura entre fe y vida tan esencial al desarrollo de la vida cristiana. Con esta breve introducción, recomendamos vivamente y con renovado interés, dejarse formar a la escuela de María, indagar sus riquezas doctrinales y entregarse filialmente a su función dinámica.
[1] Este artículo desarrolla la catequesis de Juan Pablo II, «La finalidad y método de la exposición de la doctrina mariana» el 3, enero, 1996. El texto se encuentra en el siguiente link: https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1996/documents/hf_jp-ii_aud_19960103.html
[2] Adán no lo hace y se extravía. Jesús, en cambio, lo vemos dialogando con los doctores en el Templo (Lc 2,46-49); saliendo a la montaña y al deserto para rezar (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; 35-38; 3,13; Lc 4,1-13; Jn 6,15); y interrogarse ante la muerte en el huerto de los Olivos (Mt 26,36-42; Mc 14,32-36; Lc 22,41-42).
[3] A diferencia del carente diálogo entre Adán y la mujer en el Edén, Cristo devuelve todo a su justo lugar, donde su dialogar con María motiva su adhesión al Plan del Padre (Lc 2,48-52; Jn 2,1-12).
[4] Pablo VI, discurso del 21 nov 1964.
[5] Por «justicia» se entiende el carácter de santidad o gloria propio de Dios en su obrar. S. Andrés de Creta ensalza la Virgen usando la siguiente metáfora: «¡Salve, espejo de un conocimiento profundo y anticipado, a través del cual los insignes profetas, iluminados por el Espíritu Santo, vieron místicamente el acercamiento a nosotros de la ilimitada fuerza de Dios!» (Cf. Sabiduria 8,8). En otro lugar él dice, «Ella es el espejo espiritual del resplandor del Padre». Así, Cristo contemplaría en Ella un reflejo de lo que Él fue mandado a realizar: la humanidad redimida.
[6] Título que traduce el latín Sedes sapientiæ, antiguamente asociado al título de Teotókos (Madre de Dios) por la iconografía que representa la Madre sentada con el Niño ‘entronado’ en su regazo. Aquí, la Sabiduría divina es el mismo Verbo Encarnado, aquel designio eterno de Dios (Logos), “puesto por obra” con el fiat de la Virgen.
[7] Como afirma S. Pablo VI: «Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia continúa en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos» (Motu Proprio, Solemne Profesión de fe, 30 de junio 1968).
[8] La palabra griega usada aquí es frónesis; cuya raíz significa «comprender» o «tener conciencia plena de»; su nexo al ámbito practico hace traducir por prudencia o sabiduría en el obrar. Compartir la frónesis de Cristo—que es mentalidad, modo de sentir y de proceder—conduce a la comunión en su Espíritu (ver Hechos 2,1-4.44).
[9] En sintonía con estas ideas, citamos para la reflexión personal un pasaje interesante del libro de la Sabiduría: «Pues, ella misma va buscando a los que son dignos de ella, se les muestra benévola por los caminos y sale al encuentro de todos sus pensamientos. Su verdadero inicio es el interés por ser formado [paideias], la formación puesta por obra es amor [agape], el amor custodia sus leyes, la custodia de las leyes es la garantía de vida eterna [aphtharsia], y la vida eterna es vivir según Dios [einai poiei theou], de este modo, la sabiduría conduce al reino.» (6,16-20) Ver también: Sabiduría 9,1-18; Juan 14,15-26; Romanos 2,7; 2 Pedro 1,3-11.
[10] P.e. Según la formula difundida entre nosotros: «O Señora mía, o Madre mía, yo me entrego de todo a ti…».